SORGO ROJO (Hong gao liang, 1987)


La necesidad desbordada

Sorgo Rojo (1987) es la ópera prima de Zhang Yimou, hecha apenas 4 años después de haberse recibido en la Academia de Cine de Beijing, resultó un film significativo y sintomático del estado de las cosas emergentes en aquel momento.
Yimou fue compañero de clases de Chen Kaige y de Tian Zhuangzhuang, entre otros conocidos directores. Muchos de ellos formaron lo que se llamó la Quinta Generación, un calificativo un tanto general que no agrupaba características estilísticas pero sí ciertas afinidades políticas y sociales. Por lo menos en cuanto a censura se refiere, Zhang y Tian tuvieron mucho trabajo en común.
Yimou fue primero fotógrafo y aún antes, obligado a trabajar en el campo durante la Revolución Cultural. El cine, tan ansiado por Yimou, apareció luego como un oasis de libertad y vino a poner las cosas en otro orden de experiencias. Sorgo Rojo fue su debut y consagración tanto en China como en Occidente. Le consiguió premios, felicitaciones y puertas abiertas para lo que vendría.
Hoy, con una decena de films realizados, ha ido constituyendo una obra prestigiosa e importante cuyo alcance aún no está determinado. Teniendo en cuenta que su mejor película – por lejos-, es la más reciente: “Hero”, permanezcamos atentos a los siguientes pasos del director, cuya obra parece estar lejos de cerrarse aún.

Del sorgo al vino

Tragedia clásica y melodrama forman la materia prima de este relato de la vida rural china a comienzos del siglo XX.
El film comienza con lo que constituye una de las secuencias más hermosas del cine de Yimou. Un grupo de jóvenes que llevan un palanquín por el desierto. En su interior se encuentra la novia protagonista que es escoltada hacia su casamiento. Las primeras imágenes que Yimou muestra ya presagian la atención por los detalles, los planos cortos, el falso raccord, los cambios de ritmo, la proliferación de desproporciones, el gusto por el mundo objetal para la creación de símbolos y la artificiosidad del color como elemento principal de la dirección de arte. Esta sola secuencia justifica el resto del film. En ella se muestra el trayecto del palanquín, alternando visiones subjetivas de la novia que apenas alcanza a ver parcialmente el mundo externo debido al bamboleo del vehículo, a la pequeña abertura frontal por donde puede ver las espaldas de los que la llevan y, por supuesto, al velo rojo que la cubre. La escena está pautada en dos colores, los tonos ocres de la tierra, el paisaje, los torsos desnudos de los hombres y el rojo del palanquín. Yimou comienza desde el principio a trabajar con el color, que por acumulación, va constituyéndose en un relato dentro de otro, pues vamos viendo como el color adquiere intensidad dramática y simbólica.
Solamente la geométrica figura del palanquín quiebra el encadenamiento de todos los elementos del encuadre. El resto está filmado para apreciar las indicaciones que luego se desarrollarán dramáticamente: la novia “encerrada” en un espacio pequeño frente a la libertad del paisaje, el rojo del palanquín y del velo junto con el relato en off que anuncia los campos de sorgo rojo donde habitan fantasmas, etc., el trabajo comunitario de los alegres jóvenes, el sufrimiento por un destino incierto, las relaciones sociales que se establecen mediante una canción. Afuera los hombres cumplen su misión con ímpetu, arrogancia y seguridad. Cantando, hablando e incitando a la novia a que desista, a que decida su destino. En el interior del palanquín la novia sufre en silencio y piensa que decisión tomar. La escena finaliza cuando la vemos esconder un cuchillo entre sus ropas.
Queda claro que el cine de Yimou es el cine del contraste.

Flashback al origen

Sorgo Rojo es la historia del origen de una familia. Es también el origen de una visión del mundo.
La fábula cuenta la historia de Ju'er (Gong Li), joven campesina quien es obligada a casarse con un despótico productor de vino de sorgo, que además es leproso. El matrimonio no se consuma y el flamante esposo muere asesinado en circunstancias misteriosas. El film está acompañado de un relato en off. La voz es la del nieto de Ju'er, que cuenta la historia de amor y muerte de sus abuelos.
Decíamos que el mundo de Yimou plantea una simbología a partir de lo objetal, del mundo de los objetos. Esta simbología se va constituyendo con sumo cuidado y detalle, aprovechando progresiones de relaciones entre los elementos. Así por ejemplo, el campo de sorgo, las vasijas de vino, los cuencos, las armas, los caminos que se cruzan, el palanquín, los cuchillos, las cenizas, el fuego, el vino, las puertas, etc., van configurando un universo de objetos que por medio de índices y relaciones adquieren connotaciones simbólicas válidas.
El campo de sorgo que circunda todo el relato indica el origen, el lugar fantástico que ocupan los fantasmas, lo invisible, pero también alberga la esperanza (del sorgo se destila el vino), el sorgo es el lugar donde es concebido el padre de quien relata. Es también el lugar por donde ingresa el invasor japonés que obliga a sus habitantes a “pisar” el sorgo para “nivelar” el terreno. En la muerte de Ju'er se rompen las tinajas y el vino de sorgo (rojo) se derrama y vuelve al campo. Recordemos que el vino representa la bebida espiritual en todas las culturas. El origen se une con el fin. El círculo se cierra como en un buen relato chino.

El cine inmóvil

Yimou filma gran cine. Sorgo rojo es una gran película, como lo son la mayoría de las que le siguieron. Lo que hace que no pueda llamarlas “obras maestras” es que han nacido, deliberadamente, para serlo. Ese elemento ontológico, tan caro a cierto cine europeo, y tan afín con ciertos festivales de cine, actúa a manera de ancla en el cine de Yimou, no dejándolo liberarse de ese lastre, y propendiendo a ocultar, bajo su manto advenedizo, la esencia más pura de su arte.
Y allí radica uno de los puntos dudosos: cada escena está concebida para extractarse de su propia trama, para dar muerte al involuntario efecto de hacer arte.
Una obra maestra siempre termina de conformarse en la mente de quien la contempla. Recién allí se completa. Yimou no deja que el cine se continúe en el espectador, él hace todo el trabajo por nosotros. Un gran trabajo por cierto, pero cuyo resultado final es apartarnos del goce estético. Nos sentimos como quien termina una gran comida empachado en lugar de satisfecho.
Veamos: el encuadre manifestando continuamente la influencia de lo externo sobre lo interno, en su búsqueda de lo bello, se tropieza con la historia, bordeando el contenidismo y quedando al arbitrio del imaginario de sus propias ambiciones históricas.
Lo ideal hubiese sido encontrarle una vuelta a la mostración de esos elementos a través del fuera de campo, utilizando un discurso más oblicuo. Las condiciones estaban dadas, ya que el espacio ficcional donde se desarrolla la fábula ya había sido interesantemente recortado por Yimou en la cronología del relato. Habíamos pasado de los grandes contrastes de espacios abiertos de los desiertos y los campos de sorgo hacia la villa –destilería, enmarcada por un muro y una arcada en la cima, que oficiaban de símbolos fronterizos entre el afuera –desconocido, acechante y peligroso– y el interior –familiar, conocido y hospitalario–.
Es fascinante el uso que Yimou le da a esa arcada, encuadrada siempre desde lo bajo, funciona también a la manera de símbolo de pasaje, de transformación de los personajes en otros. A través de ella, como un portal de lo trascendente, vienen, indistintamente, la muerte, la vida y la salvación.
El cine de Yimou está embebido de lo social, y al mismo tiempo de lo ético-práctico-filosófico. Una suerte de Chuang-Tsé sin intentar escapar de una lectura política, a lo Glauber Rocha.
Sorgo rojo muestra que Yimou deposita una gran cuota de fe en la inmovilidad de lo verosímil representado, es decir: guarda cierto carácter enunciativo de verosimilitud, dando forma a una respuesta a un problema ya resuelto por el cine en su etapa clásica. Esto es: la utilización de la metáfora para contextualizar la Historia (con mayúsculas) dentro de la historia (con minúsculas). Esta búsqueda está a lo largo de Sorgo rojo y en el resto de su filmografía, pero no ha sido conseguido plenamente salvo en Hero.
Sin embargo queda claro que el cine es lo único que puede contener a Yimou.

Símbolos chinos

Poner en escena, es recrear una Tradición, un Orden, una suerte de superestructura que es convocada por el cine.
El rito –orinar el vino– es la impronta personal que pasa de generación en generación: el toque intransferible. Lo que diferencia al arte del devenir.
La destilería, con su ambiente cerrado, con su trabajo en equipo, dirigido por un líder, produciendo un líquido espiritual a partir de elementos naturales, que “dan fama al lugar” por su calidad, etc., no es otra cosa que una metáfora del cine, del hacer cine. Y este es la visión de Yimou con respecto al arte. El vino producido, es el resultado de un proceso, se constituye en emblema de sus creadores, en unión social y familiar. Al Dios del vino le dedican un coro que es también un canto de orgullo, y lo vuelven a cantar al beber antes de enfrentar a los japoneses invasores. El vino se consume, se defiende y es, al mismo tiempo, el arma, la única arma contra lo externo.

Pimpollos Rojos

En términos fílmicos Sorgo rojo parte de D. W. Griffith, pero a la inversa.
Para Griffith, quien debía inventar un discurso, la puesta en escena era una suerte de prueba y error para sacarse de encima al paradigma del cinematógrafo y reconvertir el imaginario de la tradición romántica y los clisés del Positivismo en algo nuevo, en un arte nuevo que no impere en el modelo de lo real fotográfico.
En Sorgo rojo, Yimou también desdeña “la vida tal cual es”, pero el mundo reproducible es reconvertido en términos de exacerbación fotográfica. Griffith se alejaba del primitivismo a medida que filmaba, Yimou se acerca a él como simulación, como un rasgo estético que contrasta una suma de realismos tomados de diferentes estadios post-Griffith, donde se advierte cierta excitación de la fotografía dentro del cuadro; y una concepción pre-Griffith –buscada, posada– en cuanto a la suficiencia del cine como arte en sí mismo.
Sorgo rojo acopia extrañamientos en la puesta en escena que juegan –o no, no se sabe, y he ahí la cuestión– a crear una ruptura, una pausa, hasta un error fílmico, en la continuidad “clásica” del desarrollo ficcional. Esto, que ya existía en la Nouvelle Vague, adquiere en Yimou una nueva visión porque se lo administra en formas más complejas. Ya no se trata de contar una historia como excusa para contar la meta-historia, sino de utilizar elementos clásicos (elipsis, encuadres, marcación de actores) en una suerte de “atonalidad” para sugerir un alejamiento de lo verosímil. El cine es el pasaje entre los realistas y los simbolistas, según la síntesis de Griffith.
Yimou afirma esa síntesis pero, incitado por la crisis de representación que lo desequilibra, quiere llevarla a cabo de manera desmesurada, no actuando como puente entre lo realista y lo simbolista, sino utilizando recursos donde lo simbólico preexiste en lo real.
Es cierto que es un procedimiento dudoso, que actúa para compensar, y como todo esfuerzo temerario producto de una falta, tiende a lo desmedido. Es cierto también que por momentos cae en el tedio, en lo “armado”, casi que nos ponemos de frente en el tinglado de una práctica que de tanto afán por diferenciarse de lo verosímil-teatral para propender a elevarse como propuesta original de un cine válido por sí mismo, termina creando artificialmente una refutación del fundamento propuesto.
Esa es la propuesta Yimou.
De El Nacimiento de una Nación (Griffith, 1915) llegamos a Sorgo rojo, que es, no casualmente, el nacimiento de otra nación, de otro artista y de otro cine.

Rojo Profundo

Pero todo comenzó con el color rojo, lo que algunos llaman el “rojo Yimou”, fue pasando de un elemento decorativo a un rasgo estilístico.
El rojo (hung) era en la antigua China un color sagrado. Cuando, en la escena donde se cristaliza el ritual, deben “bautizar” al vino, lo llaman “el rojo”.
Más allá de las afinidades extra cinematográficas que pueda tener el color, Yimou no se cansó de acapararlo en cuanta escena armaba. Si bien la intención de Yimou iba más allá, y el color debiera adquirir connotaciones simbólicas, sabemos que a veces, más es menos. Las intenciones no son lo que vale en el cine.
Sorgo rojo es una película didáctica, enfática, alegórica, afectada, retórica, deliberadamente sentimental, bella y torpe, como corresponde al debut de un estudiante de cine que quiere ponerlo todo allí por temor a que la misma sea una obra testamentaria en lugar del inicio de una larga carrera.
Se nota la necesidad de Yimou por filmar, y, como sabemos, toda necesidad es negativa a los fines metafísicos. Es decir, toda negatividad es la necesidad de aclarar algo, de realizar una puesta de principios. Sorgo Rojo es la puesta en escena de una falta, de una carencia que Yimou sintió en aquel momento inicial de su carrera.
Esta falta tiene que ver con un vacío del cine chino en la forma y en el contenido. Ese sentimiento es legítimo. Es discutible el método de Yimou para saciar esa falta.
A veces amparado por la diégesis –en los mejores momentos– a veces desamparado por la ficción, siempre hay en Sorgo Rojoun protagonismo excesivo de lo fotográfico. Este es ya una condición inherente a la cámara de Yimou, que recién adquiere connotaciones no discutibles en su mejor film: Hero (2003).
Decíamos que el cine de Yimou es el cine del contraste, de las simetrías opuestas. Hay una constante tensión interna entre barroquismo y ascetismo en la puesta en escena quizás propia de una manifestación de inmadurez artística.
Yimou plantea dos maneras de encarar la organización ficcional que, en teoría, deberían excluirse. Para transcribirlo a términos occidentales, sería como traer al presente dos discursos narrativos clásicos concurrentes.
Por ejemplo: el Rossellini de Stromboli o Paisa y el Minnelli de The Band Wagonen la misma puesta. No es un tema nuevo. Algunos directores “modernos”, a partir de la autoconciencia lo han resuelto con mayor o menor éxito.
Pero en Sorgo rojo estamos ante una búsqueda, un ensayo que, aún debe desarrollarse y perfeccionarse, pero que ya contiene todo el Yimou por venir.

La foto enmarcada

Yimou, para bien o para mal, es un sentimental. Comienza amando a su cine, a sus personajes, más de lo que otros directores lo hacen. Eso lo acerca al pensamiento occidental y plantea una manera de mirar su cine desde la creación, desde lo primigenio.
Sorgo rojo cuenta varias historias. Por un lado, la historia visible, de las relaciones sociales y de las concepciones históricas y rituales de una sociedad tradicional. Por otro lado cuenta una interpretación mítica del mundo que utiliza las categorías paganas para resignificarlas en un contexto creíble de analogías políticas y filosóficas, para mostrar su visión del mundo y su ubicación en ese mundo.
El primitivismo antagónico, armado, de una puesta en escena posada es el resultado de un nerviosismo propio del artista que sabe que sabe pero que quiere que los demás sepan que sabe lo que sabe. Ese es el problema de Sorgo rojo .
Yimou quiere comunicar tanto y de tantas maneras que su film termina siendo redundante en su forma, contradictorio en su materia y confuso en su estética.
Si Confucio fuese un espectador de cine diría: La Idea no se piensa, la Idea es. Un punto no sabe que es parte de la recta. Cuando es consciente de ello, ya no formará parte de la misma. Este es el conflicto de la puesta en escena de Yimou: pensar las ideas es un decaer, pero es inevitable pensar.
Ahora bien, preocuparse por mostrar las ideas forzando la puesta en escena nos aparta de lo ficcional para acercarnos a la Idea, pero el camino justo, el camino cierto –estéticamente– ya ha sido violado.
Recordemos que el camino entre la Idea y el artista debe ser lo más corto posible, debe tender a cero, de lo contrario su poder disminuye, la Idea se trivializa, se banaliza en mera opinión o parecer.
Es muy probable que la dificultad que afronta Yimou provenga de su pasado como fotógrafo. Por momentos el protagonismo de la imagen es propuesto como fuente suficiente de contenido, lo que provoca un dramatismo en la puesta en escena en extremo afectado. Esta afectación que nos excluye del gozo del primer nivel de la diégesis cinematográfica –el clima del relato, de un determinado momento del entorno– nos resuelve un problema que no teníamos: la construcción, a priori, del sentido cinematográfico. Así vista, es una peligrosa tendencia alegórica que afecta al cine a partir de lo fotográfico, de lo real análogo. Hay una petición de principios que es notoria. Debería ser un medio, no un fin, en términos cinematográficos.
Rubíes que son rocas y viceversa.
El cine de Yimou tiene una elegancia forzada que engañosamente se disfraza de autenticidad. Es consciente de su propia elegancia, de su propio arte fuera del artificio.
Yimou sería como un Tarkovsky simulado teóricamente –en lo referente al primitivismo– mezclado con un Buñuel de qualité.
Al enrarecer la forma, se pierde la trama, prestamos mayor atención a la puesta en escena. Nos declaramos cinéfilos de las formas, de la pintura del cine, no de su esencia que está en la puesta en escena, o sea, en ninguna parte.
Cada escena de Yimou es bella por sí misma, no dentro del contexto. Aún no ha logrado la invisibilidad de lo bello. Es como si se negase ex profeso la superficialidad de la imagen narrativa. Todo es inmediatamente significante. Y ahí tenemos un problema. Yimou, desde la primera escena, nos induce a pensar que vamos a ver una película profunda. Para profundidad remitámonos mejor a El Abismo(The Abyss, 1989) de James Cameron, pues ésa es la profundidad que debemos tener: la física. Nada más.
La puesta en escena tiene una dramaticidad que afecta lo ya de por sí dramático.
El final comete poesía premeditada y es lo más discutible del film. La salida de los trabajadores con los explosivos caseros, apareciendo entre el sorgo es una imagen emocionante. Lamentablemente la emoción queda distante cuando Yimou decide utilizar el ralenti y el montaje alternado con la muerte de Gong Li justo en el momento en que ocurre un eclipse.
Para darle mayor efecto lírico la filma a contraluz y encima la remata con el hijo recitando en cámara, etc. Una pena.
No cuestiono –cómo se ha hecho a menudo– lo inverosímil del eclipse. Todo lo contrario. Es un elemento fantástico, simbólico y real al mismo tiempo, y sirve de excusa para tornar todo el ambiente de rojo y redondear la idea original de lo cíclico, de lo trascendente.
Pero se desluce por la acumulación de los otros elementos que terminan por explicar una y otra vez las mismas sensaciones.
Hay sí un hallazgo que pasa desapercibido y es interesante. El uso de la música en el momento de la batalla. Los trabajadores, que no saben de marchas militares, la emprenden con una marcha nupcial tocada con otro modo y en otro tempo. Aquí sí se logra un momento sublime por simetría. Es la misma marcha que ejecutaban cuando conocieron a Gong Li, llevándola en el palanquín. La música adquiere connotación simbólica porque es emblema de la causa de lucha.
El final podría ser un error estético, pero tomémoslo al menos como un desafío al espectador.
En el mismo año, John Carpenter, desde otro lugar, tanto físico como simbólico, imaginó y filmó Prince of Darkness diciendo que el lugar del arte es, a priori, condenarse a la insignificancia.

Fuente: Juan Esteban Lagorio para " Miradas de Cine "

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